Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho.
Jesucristo
ha entrado glorioso en el Cielo. La Iglesia que Él ha dejado en el
mundo clava su mirada en las alturas, nostálgica, anhelante, esperando
el momento de volver a verlo y poseerlo.
A
Él pertenecen su corazón y su amor. Sin Él se siente como desamparada, y
una dulce melancolía invade su corazón. En esta disposición de ánimo
clama hoy, con el Introito, al Esposo lejano: Busco tu rostro, Señor; no apartes tus ojos de mí. Aleluya. El Señor es mi luz y mi salvación.
Busco tu rostro;
esto mismo es lo que buscamos, y nuestra vida no debe ser otra cosa que
la expresión de nuestra entrega a Dios y de nuestro deseo de ir a Él
con toda pureza de corazón, desprendidos de todo lazo y apego terrenos
que a Él le desagraden.
Busco tu rostro, en una fervorosa oración, en una sufrida y generosa caridad, en una entrega desinteresada, abnegada, por amor de Dios.
El alma que esté llena de estos sentimientos no buscará en vano el rostro de Cristo: No os dejaré huérfanos. Volveré a vosotros.
Respondamos a esta promesa con un alegre y agradecido Credo, y nos convertiremos en un vivo e irrefutable testimonio en favor de Cristo, en una personificada confesión de Cristo: Vosotros daréis testimonio de mí. Seréis expulsados de las sinagogas. Y llegara una hora en que, todo el que os mate, pensará prestar un servicio a Dios.
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El Señor ha subido a los Cielos… La Iglesia llena, de nostalgia, dirige sus miradas hacia arriba y busca su rostro... Antiguamente, la Misa de hoy se celebraba en la iglesia de Santa María ad Martyres, en el antiguo Panteón de Roma.
En
esta Iglesia se conservaba entonces la imagen del rostro del Señor, el
Santo Sudario de la Verónica, que hoy se venera en San Pedro.
La Iglesia busca el rostro del Señor, pero no olvida la misión que le encomendó: Vosotros daréis testimonio de mí.
La Iglesia da este testimonio de Cristo padeciendo.
La Iglesia padece: Vosotros
daréis testimonio de mí. Os he dicho esto para que no os escandalicéis.
Seréis, expulsados de las sinagogas. Y llegará el momento en que, los
que os mataren, creerán hacer un servicio a Dios. Y harán esto con
vosotros porque no han conocido al Padre ni a mí. Os lo digo ahora para
que cuando llegue el momento, os acordéis de que ya os lo había predicho.
La Iglesia padece. Participa de la suerte de su Esposo: Me han perseguido a mí, y también os perseguirán a vosotros.
San Pedro es crucificado, San Pablo decapitado; un ejército innumerable
de héroes de la fe y de las virtudes cristianas: obispos, sacerdotes,
seglares, hombres, jóvenes, vírgenes, incluso niños y doncellas, como
Pancracio e Inés, entregan alegremente su vida en testimonio de Jesús.
Sólo
en el período de los tres primeros siglos la Iglesia sufre diez
terribles persecuciones. Y ello, para dar testimonio de Jesús.
Vienen
después las grandes herejías de los siglos siguientes. Nuevos enemigos,
nuevos sufrimientos, nuevas persecuciones, nuevos mártires.
Llegan
más tarde los reyes y las potestades de la tierra, y exigen de la
Iglesia que declare caducada la Ley del Señor sobre la santidad del
matrimonio y pacte con las pasiones del corazón corrompido del hombre.
Pero ella no lo hace; da valientemente testimonio de Cristo y de su Ley,
al precio incluso de la apostasía de vastos países.
Aparecen
nuevas ideas, nuevas corrientes espirituales, que aspiran a destruir el
dogma y la moral cristiana. Pero la Iglesia permanece siempre
inconmovible al lado de Cristo.
Padece
como testigo de Cristo, de su infalible verdad y de su divina
autoridad. ¡Oh Iglesia Santa! Tú has cumplido siempre la misión que tu
Esposo te encomendó: Vosotros daréis testimonio de mí.
¡Tú
eres verdaderamente la Iglesia de Cristo! Yo me uno a ti y quiero dar
contigo, siendo fiel a ti, testimonio de Cristo. Aunque para ello tenga
que perder mi crédito ante el mundo, aunque tenga que perder mi vida.
Vendrá un momento en que los que os mataren creerán hacer con ello un servicio a Dios. No debemos esperar otra cosa, ni hemos de querer tampoco otra cosa.
Os lo digo desde ahora para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había yo predicho.
¡Y nosotros no queremos convencernos de que esa hora ha de llegar!
¡Todo menos padecer! ¡Qué poco poseemos aún de la luz y del espíritu de
Cristo!
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Nosotros
creemos fielmente que tu Unigénito subió a los cielos. Concédenos,
pues, la gracia de que habitemos también allí con nuestro espíritu.
Esta es la gran súplica que dirige hoy la Santa Iglesia a Dios. ¡Acuerdo entre la fe y la vida práctica!
Sursum corda…
¡Habitemos en el Cielo con nuestro espíritu! ¡Estemos enraizados en el
mundo del más allá, en el mundo de lo supratemporal! Vivamos allí donde
está Cristo glorioso, nuestra Cabeza, nuestro camino y modelo, la
Verdad.
Traigamos
de allí nuestros pensamientos, nuestros juicios, nuestras intenciones,
nuestros motivos y nuestros impulsos. Coloquemos allí nuestras
esperanzas, nuestros anhelos.
Sursum corda… ¡Miremos
y valoremos los sucesos, los obstáculos, las eventualidades, los
hombres, los trabajos, los deberes y los dolores a la luz del más allá,
de la eternidad, de Dios y del Señor glorioso!
Habitar
en el Cielo significa aceptar con gusto aquí en la tierra, por amor de
Dios y de Cristo, lo que se oponga a nuestros designios. Más aún:
significa convertirlo todo en nuestro mayor bien. Significa recibir las
calumnias e injusticias a imitación y con el espíritu de Aquél que fue
condenado a muerte injustamente y ejecutado del modo más escandaloso y a
quien el Padre exaltó por ello sobre todos los cielos.
Significa
no querer ser agradecidos y recompensados por los hombres en este
mundo, sino ponerlo todo en manos de Aquél que nos conoce a todos en el
Cielo y ante el cual no se perderá ni será olvidado ninguno de los
bienes que hagamos aquí en estado de gracia y con recta intención.
El
que vive en el Cielo considera su misión aquí en el mundo a la luz de
una predestinación eterna. No está ocioso, ni indiferente. Al contrario,
mira la vida con más profundidad, con más seriedad y más gravedad; pero
vive en paz con Dios.
Está
elevado por encima de la vida. No se excita, como los demás. Ejecuta lo
suyo con tranquilidad, con la vista puesta en el mundo de arriba.
Considera los obstáculos como la cruz que Dios ha destinado para él, y
marcha tras las huellas de Aquél a quien sabe ahora en el Cielo, en el
trono del Padre.
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Para
todo esto nos es necesaria la virtud de fortaleza. A ella pertenece
confirmar al hombre en el bien de la virtud contra los peligros, sobre
todo contra los peligros de muerte, y especialmente de la muerte en
tiempo de persecución.
Es
evidente que en el martirio el hombre es confirmado sólidamente en el
bien de la virtud, al no abandonar la fe y la justicia por los peligros
inminentes de muerte, los cuales también amenazan en una especie de
combate particular por parte de los perseguidores.
Por eso dice San Cipriano: La
muchedumbre de los presentes vio admirada el combate celestial y cómo
en la batalla los siervos de Cristo se mantuvieron con voz libre, alma
inmaculada y fuerza divina.
Esto nos prueba que el martirio es acto de la fortaleza. Y por eso dice la Iglesia, hablando de los mártires, que se hicieron fuertes en la guerra.
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En el acto de fortaleza hay que considerar dos aspectos:
Uno es el bien en el que el fuerte se afianza, que es el fin de la fortaleza.
Otro es la misma firmeza, que le hace no ceder ante los enemigos que le apartan de ese bien, y en esto consiste la esencia de la fortaleza.
Ahora
bien, la fortaleza infusa afianza el ánimo del hombre en el bien de la
justicia de Dios por la fe en Jesucristo. Y en este sentido el martirio
se relaciona con la fe como el fin en el que uno se afirma; y con la fortaleza como su hábito de donde procede.
El acto principal de la fortaleza es el soportar, y a él pertenece el martirio; no a su acto secundario, que es el atacar.
Y
como la paciencia ayuda a la fortaleza en su acto principal, que es el
soportar, se sigue que también en los mártires se alabe la paciencia por
concomitancia.
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Mártir
significa testigo de la fe cristiana, por la cual se nos propone el
desprecio de las cosas visibles por las invisibles. Por tanto, pertenece
al martirio el que el hombre dé testimonio de su fe, demostrando con
sus obras que desprecia el mundo presente y visible a cambio de los
bienes futuros e invisibles.
Ahora
bien: mientras vive en este mundo, aún no puede demostrar con obras el
desprecio de los bienes temporales, pues los hombres siempre suelen
despreciar a los familiares y a todos los bienes que poseen con tal de
conservar la vida. De donde se desprende que para la razón perfecta de martirio se exige sufrir la muerte por Cristo.
La
fortaleza se ocupa principalmente de los peligros de muerte, y de los
demás como una consecuencia. Por lo mismo, no se llama propiamente
martirio el soportar la cárcel o el destierro o el despojo de los
bienes, a no ser que de ellos se siga la muerte.
El
mérito del martirio no se da después de la muerte, sino en soportarla
voluntariamente, es decir, cuando uno sufre libremente la inflicción de
la muerte. Sucede a veces, sin embargo, que después de haber recibido
heridas mortales por Cristo, o cualesquiera otras tribulaciones
semejantes que se sufren por la fe en Cristo, provenientes de los
perseguidores, uno puede sobrevivir largo tiempo. En este estado, el
acto del martirio es meritorio, y también en el mismo momento de padecer
estas penas.
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Mártires es lo mismo que Testigos,
es decir, en cuanto que con sus padecimientos corporales dan testimonio
de la verdad hasta la muerte; no de cualquier verdad, sino de la verdad
que se ajusta a la piedad, que se nos manifiesta por Cristo. De ahí que
los mártires de Cristo son como testigos de su verdad.
Pero se trata de la verdad de la fe, que es, por tanto, la causa de todo martirio.
Pero
a la verdad de la fe pertenece, no sólo la creencia del corazón, sino
también la confesión externa. Ahora bien, la confesión externa se
manifiesta, no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino
también con obras por las que se demuestra la posesión de esa fe.
Por
lo tanto, las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios,
son manifestaciones de la fe, por medio de la cual nos es manifiesto que
Dios nos exige esas obras y nos recompensa por ellas.
Bajo
este aspecto, pues, pueden ser causa del martirio las obras de otras
virtudes. Por eso, por ejemplo, se celebra en la Iglesia el martirio de
San Juan Bautista, que sufrió la muerte no por defender la fe, sino por
reprender un adulterio.
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El
Espíritu Santo, Espíritu de fortaleza, quiere venir a nosotros para
enriquecernos con sus dones; pero quiere ser deseado, pedido, solicitado
con insistencia.
Excitemos,
pues, esta semana en nuestro corazón santos deseos, tanto más ardientes
cuanto que el divino Espíritu quiere colmarnos de sus gracias en
proporción a nuestro entusiasmo y nuestros deseos.
Intentemos
durante esta semana hacer mejor nuestros ejercicios espirituales,
reservarnos algunos momentos en el día para rogar y enviar al Cielo
suspiros más ardientes.
Roguemos, en unión
con María Santísima, Reina del Cenáculo y de los Apóstoles; apoyándonos
en Ella, rogándole nos participe sus disposiciones interiores, sus
virtudes, y nos obtenga una infusión profunda de los Dones del Espíritu
Santo.