NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES
A los pies de la Cruz, un grupo de almas buenas llora sin cesar. Grande, muy grande es su dolor…, pero ¿cómo compararlo con el de aquella Madre que llora la pérdida de su Hijo?…
¡Pobre Madre!… ¿Qué va a hacer ahora sin su Hijo?
Quizás, en medio del dolor, comenzó a preocuparle la sepultura de su Hijo…, pero, ¿cómo y dónde?.., si Ella no tenía sepultura, ni medios para comprarla…; si sus amigos se habían ocultado unos… y otros hecho enemigos… ¿A dónde acudir?… ¿Quién descenderá a su Jesús de la Cruz?…
Qué consuelo, en medio de su pena, cuando ve a aquellos santos varones que van a cumplir este piadoso oficio.
Y, efectivamente, con gran cuidado José y Nicodemo le bajan de la Cruz y depositan el santo Cuerpo, en brazos de su Madre.
Postrémonos en espíritu junto a esa Madre, y meditemos con Ella, porque, ¿qué meditación haría la Virgen entonces? ¿Cómo iría recordando, ante la vista de aquel Cuerpo, todos y cada uno de los tormentos de la Pasión?
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En ese momento recordó todo lo pasado…, las escenas de Belén…, los idilios de Nazaret…, los días felices en que Ella cuidaba de su Hijo, como ninguna madre lo ha podido hacer…
Ahora entendió, de una vez, lo que significaba la espada de Simeón, que toda la vida llevó atravesada en su Corazón. Ahora comprendió lo que era ser Madre nuestra… ¡Madre de los pecadores!
¡Oh, qué dolorosa maternidad!… Y, sin embargo, besando una a una aquellas heridas, iría repitiendo: Soy la esclava del Señor…, hágase en mí su divina voluntad.
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Los santos varones Nicodemo y José de Arimatea, juntamente con las piadosas mujeres y la Santísima Virgen, comenzaron a ungir y vendar aquel Cuerpo sacrosanto.
¡Qué dolor el suyo al echar su última mirada sobre aquel rostro!… ¡Cuánto se había embelesado contemplándolo!
Y así dispuesto, el Cuerpo es conducido a la sepultura. ¡Cómo iría la Santísima Virgen!
¡Qué penoso es el momento de arrancar el cadáver de una persona querida de casa para llevarlo a enterrar!…
¡Qué camino tan largo y, al mismo tiempo, tan corto, el que hay que recorrer en el entierro!
Por una parte, se desea llegar cuanto antes y acabar de una vez con aquel tristísimo momento…; por otra, se teme llegue el instante de la separación total…, del último adiós.
¡Cuál sería el sufrimiento del Corazón de aquella Madre en estos momentos!
Y cuando ya, colocado en el sepulcro, fue la piedra cerrando la entrada y ocultando el santo Cuerpo, ¿quién podrá explicar lo que pasaría entonces por el alma de la Virgen?…
Ahora sí que se quedó definitivamente sin Hijo… ¿Quién la arrancaría de aquel lugar si Ella no podía vivir sin Él?
El Salvador quedó allí en el sepulcro descansando…, pero María no podía descansar, ni sosegar… se consideraba sola…, huérfana…, desamparada y desterrada…, sin familia…, sin hogar…, y así, acompañada de aquellas almas piadosas, pero sintiendo en su Corazón la frialdad de la más espantosa soledad, emprendió el regreso hacia el Cenáculo.
Todos los que la acompañaban, con el corazón encogido, pensaban, sin embargo, en el Corazón destrozado de aquella Madre, que volvía sola…, sin su Hijo…
Sigamos, con Ella, este camino de dolor.
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Ha vuelto a subir al Calvario para emprender el retorno… ¿Qué sentiría a vista de la Cruz desnuda…, vacía…., manchada de la Sangre de Dios?… Se arrodilla ante ella, la abraza, la besa y la adora…
Ya no es instrumento de suplicio…, ya no es algo odioso…, horrible…, maldito…
Ve en Ella el Árbol de la Vida, del que se ha desprendido, ya maduro, el fruto de salvación…
Es la llave del Cielo…, es la espada que vencerá a todos los enemigos de Cristo, que a sus pies irán a estrellarse…
Es el arma de combate de todos los cristianos…, es la locura de todos los Santos, que no podrán vivir sin Ella, ni lejos de Ella… sino subidos…, abrazados…, crucificados en Ella…
Es, en fin, la balanza donde se pesarán las acciones de todos los hombres y la causa y razón de su condenación o de su salvación…
¡Oh Cruz bendita!..; ¡Oh Cruz divina!… ¡Qué requiebros amorosos la diría la Santísima Virgen!…
¡Cómo se desahogaría en dulcísimas lágrimas y en abrazos tiernísimos con Ella!
Abrázate, tú también, y enamórate de aquella Cruz, regada con la sangre de Cristo y las lágrimas de su Madre.
Que sea para ti, como decía San Pablo, tu mayor gloria y bienaventuranza….
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Y levantándose, continuó su camino… ¡Qué recuerdos al llegar a la ciudad maldita…; la ciudad deicida!… Sus calles manchadas aún de la sangre de su Hijo Dios… ¡Cuántas veces se postraría a besarla!…
¡Cómo iría recordando todos los pasos de la Pasión!… Aquí las caídas…, allí la calle de la Amargura, donde le encontró…; más lejos, donde salió con la Cruz a cuestas…; entre sombras, el palacio de Herodes, donde le trataron como a un loco…, y más allá el de Pilato…; la plaza donde gritaba la muchedumbre…, el balcón delEcce Homo…, el patio de la flagelación… ¡Pobre Madre! ¡Cómo iría recorriendo uno a uno estos pasos!
Acompañemos muchas veces a la Virgen Dolorosa en esta devota meditación, y tengamos mucho gusto en hacer muy bien el Santo Via Crucis con frecuencia y acompañando a la Santísima Virgen… Ella es nuestro modelo en esta hermosa devoción…
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El dolor es la ley universal que abarca a todos los hombres sin excepción.
El niño, sin que nadie se lo enseñe, gime y llora, y así, entre llantos y gemidos, se deslizará, toda su vida.
No podemos huir del dolor…; nos espera donde menos lo creíamos…, quizá cuando son mayores nuestros goces y alegrías…; generalmente éstas son preludio de las lágrimas.
Jesús quiso ser el Varón de dolores, y su Madre la Reina de los mártires.
Esos son los modelos, esos los únicos que alivian, con su ejemplo, nuestros sufrimientos; y nos enseñan a santificarlos y a santificarnos con ellos.
¡Bendito el dolor! Así dijo Cristo: Bienaventurados los que lloran, los que sufren, los que padecen.
No tengamos lástima del que sufre mucho, sino del que no sabe sufrir.
Cristo asoció a su Madre a todas sus glorias y grandezas, y por eso la hizo compañera de todos sus sufrimientos.
Al que Dios más ama, más le hace sufrir, para elevarle, como a su Madre, después a mayor gloria y grandeza.
¡Cuánto sufrió María al pie de la Cruz!… ¡Pero qué grande es María precisamente al pie de la Cruz!… ¡Qué perla faltaría en su corona, si no tuviera la del dolor!
Por tanto, fue necesario que si era Reina, fuera Reina del dolor y del martirio.
Si fue Reina del dolor, debió sufrir más que nadie… Su martirio duró toda su vida.
A nosotros, nos envía Dios los dolores uno a uno y nos oculta los futuros…; sólo sufrimos los presentes. A María le reveló ya desde el principio todo lo que había de sufrir para no ahorrarle sufrimientos… sino más bien quiso que aquella espada la atormentara toda la vida.
Pensemos en sus dolores: cuánto sufrió con la ingratitud…, la traición…, el abandono…, el desamor de que fue objeto su Hijo…
Belén…, Egipto…, Nazaret…, Jerusalén…, el pesebre y el Calvario…, el Templo…, los Palacios de Herodes y de Pilato… Son todos lugares en que su Corazón se desgarró tantas veces.
Hasta la pérdida de Jesús quiso sufrirla, para enseñarnos a nosotros a sufrir y a buscarle si le perdemos pecando.
Detengámonos a enumerar y ponderar estos dolores…
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En todos estos sufrimientos, consideremos su parte natural y humana. La medida de todo dolor, es la intensidad del amor. Sólo nos duele dejar o perder lo que amamos. A mayor amor, mayor dolor.
Con esta regla, tratemos de medir el dolor de María… Era un dolor de madre y con esto se dice todo… Es el amor más puro…, más noble…, menos egoísta que en la tierra existe…
Por eso, Dios no ha querido que tengamos más que una…; ella sola basta para llenar toda nuestra existencia de cariños inefables…, de amores que llenan por completo el corazón…
¡Cómo ama una madre! Y, ¿cómo amaría la Virgen a su Hijo? Dios quiso juntar en su Corazón todas las ternuras de todas las madres para que con ese amor amara a su Hijo. No merecía menos el Hijo de Dios y el que quiso llamarse por excelencia el Hijo del hombre.
Pues, ¿cuál sería su dolor, su sufrimiento en la pérdida de su Hijo?
Pensemos, además, que el Hijo que perdía era único, que no le quedaba otro con quien consolarse, que ese Hijo único era el mejor de todos…, que amaba a su Madre como ningún hijo ha amado a la suya.
Por otra parte, siendo inocentísimo como era, lo perdía como si fuera un criminal…; que no era una enfermedad…, un accidente desgraciado…, sino una traición…, una ingratitud…, una enorme y horrible injusticia la que le arrebataba la vida, y que eso se llevaba a cabo en medio de atrocísimos tormentos, y en su misma presencia.
Pensemos en aquella íntima unión que existía entre Jesús y María, hasta el punto que en verdad el Hijo era la vida, el todo de la Madre… y comprenderemos por aquí algo de la intensidad y del dolor de Madre.
Además, es cierto que la sensibilidad tiene muchos grados, que no es igual en todas las personas; y que a mayor sensibilidad, mayor fuerza de dolor.
María era de una delicadeza exquisita…, de un organismo perfectísimo y, por eso mismo, de una sensibilidad extraordinaria…
¿Cuál sería, pues, el dolor de su Corazón al ponerse en contacto con la ingratitud…, con la injusticia…?
Pensemos en cada una de estas circunstancias… Meditemos muy despacio cada uno de estos motivos… y nos convenceremos de que, con mucha razón, la Santísima Virgen puede aplicarse aquellas palabras del Profeta Jeremías: Mirad y ved, si hay dolor semejante al mío.
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No podemos abarcar toda la intensidad del dolor humano y natural de María… ¿Cómo podremos, pues, darnos una idea, ni siquiera aproximada, de su dolor sobrenatural?
María sufría al perder a aquel que era su Hijo, al verle padecer y morir; pero sobre todo sufría porque en Él veía a Dios.
¿Quién ha conocido como Ella a Dios?…. ¿Quién le ha amado como Ella?
Pues, ¿cómo sentiría las ofensas, los insultos, los tormentos que los hombres le dieron? Si como Madre, todos repercutían en su corazón…, como Madre de Dios, ¿qué sería?
¿Cómo María no murió de dolor a la vista de aquellas ofensas gravísimas que el pueblo escogido infirió a Cristo en su Pasión?
Además, María sufrió todos estos tormentos indecibles sin consuelo espiritual de ninguna clase…
Los mártires sufrían con alegría abrazados al crucifijo… La vista de Jesús crucificado, alentaba a los penitentes y anacoretas en sus austeridades… Pero para María, el Crucifijo, la vista de Cristo crucificado, era precisamente su mayor tormento… El mismo que a otros iba a consolar, era el verdugo que atormentaba el Corazón de su Madre.
Sus dolores no fueron físicos…. Nada padeció en su cuerpo de tormentos y castigos…, pero por eso mismo, fue más intenso su dolor, al ser todo él interno, puramente espiritual, verdaderamente divino…
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En fin, el colmo del dolor de la Virgen fue, no sólo el asistir, el autorizar con su presencia el sacrificio de su Hijo, sino que tuvo que llegar a desearlo…
Dos hijos tenía María: el Hijo inocente, y el hijo pecador, que somos todos nosotros.
Si quería que viviera el Hijo inocente, no podía salvar al hijo pecador… Si quería la salvación de éste, debía desear el sacrificio del Otro…. ¿Qué hacer?
Como Madre, nos ama tanto como a Jesús… y tuvo que llegar a amarnos más que a Él…, porque sabiendo que ésa era la voluntad de Dios, que no perdonó a su propio Hijo…, también fue la suya…, y tampoco Ella le perdonó.
Por eso, allí estuvo al pie de la Cruz, muerta de dolor…, deseando…, hasta gozándose en la muerte de Cristo para salvarnos a nosotros…
¡Cuánto amor! Pero también, ¡cuánto, dolor!…
¡Cuánto costamos a María ser hijos suyos!
Y si lo que cuesta es lo que se aprecia y ama, ¿cuánto nos amará ahora, pues tanto la hicimos sufrir?
Por lo tanto, ¡ya basta!…. ¡Basta ya de ingratitud!… ¡No hagamos ya sufrir más a nuestra Madre!
Antes bien, amémosla, aun a costa de nuestros sufrimientos y de nuestra vida misma…